Por: Alberto Garrandés
Fotos: G. Blasky Studio
Para quienes, anclados en el asombro y la curiosidad, leemos los textos literarios de Jesús Lara Sotelo, ha sido siempre muy estimulante comprobar que su literatura se entrelaza de modo inequívoco, pero también anómalo, con su quehacer artístico. A primera vista parece que se trata de dos mundos autónomos y con suficiencia capaz de transformar a Lara en un ser ubicuo, a dos aguas, transversal, en quien el lenguaje se desplaza por varios niveles.
Sin embargo, el arte que Lara ha puesto ante nuestros ojos completa sus solicitaciones y sus recursos gracias a sus textos, y estos, que ya son numerosos y promueven una gestualidad ante la cual nadie queda sin reaccionar, entablan una querella enriquecedora con ese mundo matérico y de color y sonido (fotografía, cerámica, videoarte, pintura, escultura, instalaciones performáticas) en el que se arraiga una zona de su reputación.
Jesús Lara Sotelo, una de las energías genésicas más fuertes que conozco, es, sin dudas, un hombre henchido por las ideas y las interrogaciones, por conceptos opulentamente imprecisos, por dudas irresueltas, por agonías que van de lo universal a lo íntimo. Su guerra, si pudiera expresarme así, es contra el sinsentido. Y sus libros muestran, con bastante frecuencia, un paisajismo mental en el que habría que insistir mucho porque es allí donde su personalidad se ilumina.
La tesitura estilística de Lara se fragua a partir de afirmaciones/imágenes realizadas en forma de series. La mayor parte de ellas exhibe la virtud del chispazo, la brevedad, y se asienta en un tipo de enunciación clara y, aun así, sometida al encadenamiento y el turbión de las imágenes. Si algo desarrolla una regencia en los libros de Lara es la imagen. Pero siempre es una imagen que significa algo por pura vecindad con otra u otras. Leer a Lara implica releerlo.
En rigor, cada texto suyo (y me refiero ahora a ese texto modélico que podría ser el agente representador de su poética) promueve pequeñas cadenas de metáforas interconectadas que crean un singularísimo efecto: nos imaginamos dentro de un espacio cuyos objetos, criaturas y gestos anulan el tiempo, o derogan, para decirlo con mayor exactitud, el paso del tiempo, puesto que, veamos lo que veamos, y ocurra lo que ocurra, todo está como en una especie de presente continuo, ante nosotros, no importa si es el bombardeo atómico de Japón, WikiLeaks, la pintura de Caravaggio o el drama horrendo e indignante de las migraciones masivas en el siglo XXI.
Alberto Garrandés y Lara Sotelo en su exposición “Poemas Capitales” frente a una de sus instalaciones en el Centro Provincial de Artes Plásticas y Diseño de La Habana, septiembre 5 de 2017.
El dolor es el estado del mundo, y nunca pasa. La belleza es la condición del arte, y nunca pasa. La crueldad es la medida del hombre, y nunca pasa. El amor es la salvación, y nunca pasa. Estos y algunos otros son los territorios donde se pone a prueba la identidad humana, y Lara Sotelo ha asumido esos dilemas con un conocimiento activo de donde brota, incesante, un texto tras otro. De hecho, tengo la impresión de que, cuando su ánimo alcanza el rojo-blanco de la ignición creativa, se sumerge con rabia angustiada en una atmósfera que lo sacude entre la posibilidad de pintar y la posibilidad de escribir, hasta que una de las dos predomina, o hasta que ambas lo obligan a ir de un mundo al otro en un fértil movimiento de oscilación.
Sentencioso, narrativo, en ocasiones axiomático, Lara Sotelo alude a lo honorable, subraya el pudor y la austeridad, invoca el decoro, la conciencia moral, y también, claro está, lo sagrado, el desafío del cuerpo, el abismo del sexo, y se aposenta, con igual ansia y desasosiego, en las mansiones del placer y en el horror cotidiano de la vida.
La polimórfica agonía del mundo, la espesura lingüística de lo real, el precario renacer del hombre, el amor y el deseo como vaivenes de la intimidad humana, la incertidumbre del valor del conocimiento, la crisis de la verdad, las nuevas estructuras de la imaginación. He aquí un manojo de asuntos en los que los libros de Jesús Lara Sotelo hunden sus raíces.
Este es un hombre intranquilo, ultra-despierto y que se compromete no con la cubanidad o las utopías inmediatas, sino con algo mucho más importante y de trascendencia probada: el espíritu y sus crisis sucesivas. Que un escritor trabaje así, apremiado y estremecido por esa alarma total y esos desvelos, es una suerte para todos.