Por María Elena Llana
Foto: Victor Duamel Báez Fernández
Más allá de sus valores literarios, Díptico de medianoche puede verse como un artilugio, un juego de espejos, un calidoscopio siempre cambiante pero fiel al orden interno propuesto por sus autores, Alberto Garrandés y Jesús Lara Sotelo, profundos conocedores de las variables del espíritu y el intelecto que nutren su creación.
Pero lo curioso de esta obra en común es la irreversible individualidad de sus autores. Si en el libro de Garrandés prima una especie de tersura contemplativa incluso en los temas más desafiantes, una misma serenidad para sortear los azares de la vida y de la muerte, en el de Lara Sotelo el estruendo es tal que ni se advierte la corrección formal: es la idea saltando feroz, la tormenta interna de un análisis constante de las gentes y del mundo no como son o deben ser, sino como le rebotan dentro, en la dura redoma de sus vivencias y sus espejismos.
Ambas percepciones enriquecen al lector que decida unirse a la travesía propuesta por dos escritores, uno ya bien afianzado en nuestras letras, el otro abriéndose paso como un gigante indetenible no por la fuerza sino por el talento.
MIGHTNIGHT RAMBLER
Vemos en Garrandés sonoridades que lo emparentan con un clásico de la viñeta literaria, ya legendario, el Gaspard de la nuit, de Aloysius Bertrand, libro de fantasmagorías medievales que inspiró a poetas y músicos del Diecinueve.
Pero estos fantasmas alternan con personajes de verdadera existencia que el autor hace transcurrir con el mismo hálito de desdibujo y somnolencia del tiempo. Y los saca de todos los confines, desde el Japón del shogunato hasta la Alemania hitleriana. Y más allá y más acá.
En resumen, estamos frente a la cosmovisión de un cubano de hoy, con especial sensibilidad para fantasear con la cultura que tan lúcidamente ha sabido incorporar a su natural creatividad. De ahí que pueda ofrecernos este displicente juego entre el conocimiento y la ironía.
¿Y quiénes proyectan esas sombras que rozan al poeta en su vagabundeo de medianoche? Vamos a limitarnos a citar varios pintores, entre ellos Whisler, Gauguin, Renoir, así como a Hernán Cortés, Leni Riefenstahl, cineasta amiga de Hitler, Carl Jung, la modelo Liza Siddal y la ballerina rusa Ida Rubinstein, ambas muy proclives al desnudo; Ambroise Vollard, artista y anticuario, amigo de toda la élite artística anclada en París en el cruce del XIX al XX.
Y uno muy cercano al autor en sus preferencias de analista literario: Howard Phillips Lovecraft, quien le hace oír al narrador el sonido cósmico y paralizante que proviene de las rocas.
A ellos se suman figuras netamente literarias: Fausto, Micomicona, Mina Harker, Des Esseintes, un neurótico personaje de Joris K. Huysmans, autor cuya lectura hizo enloquecer a Dorian Gray, en la trama de Oscar Wilde.
Como guiño especialísimo, Garrandés nos propone el juego holmesco de identificar a algunas de las figuras reales que literaturiza. Tal es el caso de Claude, cuyo apellido surge al saber que es pintor y vive en una barcaza. Y el del profesor que veranea en una playa italiana donde Tadzio juega con sus amigos. Es una especie de regla de tres en la cual el lector debe poner el resultado.
Garrandés desliza sus anécdotas sobre un relente de sexo desmitificado, ya sea la referencia al castigo aplicado por los japoneses a las adúlteras, como el juego metafórico en el cual un higo, dulcemente lamido, derrama su pulpa en una especie de desmayo.
Por el mismo camino, nos revela la verdadera estirpe del Anticristo surgido de la cópula de Satán con una hiena juguetona. Y nos permite imaginar la prisa de Miguel Angel por bajarse del andamio de la Capilla Sixtina para buscar muchachones en las termas romanas.
No faltan en estas viñetas de prosa poética las referencias apocalípticas en el vuelo de unas criaturas extrañas, como cráneos humanos provistos de colas muy flexibles. Ni el tono que define la más alta poesía amorosa:
El tiempo es algo sólido y fijo como un espacio que avanza mientras tú y yo, inmóviles, permanecemos. Es ese espacio el que se traslada. Y yo te miro sonreír. Y tú cierras los ojos para que la luz toque tu rostro.
Valgan estas referencias directas a los temas tratados, con gran cohesión estructural en su deliberado distanciamiento y alta calidad de idioma, para transitar esta primera parte de Díptico de medianoche, la que corresponde al joven maestro de nuestras letras, Alberto Garrandés.
AYYAVAZHI
Bajo este título, nombre de una creencia con ancestros budistas, Jesús Lara Sotelo completa Díptico de medianoche, feliz proyecto literario que aúna dos obras disímiles y complementarias al mismo tiempo, dada la individualidad de cada autor —“el estilo es el hombre”—, y el concepto totalizador que las alienta.
Una vez más el Lara narrador se acerca con su prosa poética al Lara pintor, porque en estas viñetas las palabras se trasmutan en brochazos que precisan una cierta lejanía para integrarse. Y entiéndase por lejanía la pausa interna para la descodificación cuando no se lee por leer.
Lo que resulta inmediato es la facultad del autor para crear una atmósfera capaz de hacernos girar en los círculos de sus obsesiones, traducidas en un afán de interpretar el mundo —su mundo—, esclareciendo el complot y la conjura, persiguiendo la eternidad interior, defendiendo la soberanía del yo, entre otros postulados de similar raigambre.
Los referentes del autor en la objetivación de esos anhelos están en los autores y obras que nutrieron sus sueños y sus pesadillas: pintores, fotógrafos y grafiteros; escritores y filósofos, como los alemanes Ortlepp y Nietzsche; la cohorte de los simbolistas franceses, desde Verlaine hasta De L´Isle Adam. Y otros y otros, cuyos rasgos no resultarán ajenos al lector.
Como indicador de la ronda abisal que evidencia el libro, en la vertiente religiosa enunciada en el título —Ayyavazhi—, la figura abordada es Kroni, espíritu del Mal en esa creencia. Y como burla cruel —o alerta—, Lara Sotelo lo sitúa en una supernova encarnación de Kroni, en la cual el exterminio puede ser feroz: el Nintendo.
Así es este original libro: un ir y venir del misterio del pasado al rompecabezas del presente; siempre al borde del abismo o mirando el último sol en los recodos del tiempo: Siglos antes he atestiguado los vaivenes y las caídas de los falsos cielos.
Pero tan sombría imagen está animada por una escritura certera, definidora. No hay disquisiciones ni párrafos asfixiantes, porque cuando la idea se expresa ya está definida. Y en ese caso, es como si el texto se construyera con disparos infalibles:
¿Y qué es el fin sino la soledad bajo este cielo revuelto y oscuro? / Continuas pesadillas me acercan al hombre acosado por sus mitos. / El anónimo en los tiempos de Da Vinci da fe de la antigüedad de los delatores. / El hombre no soporta demasiado, dijo Eliot, por eso su idealismo es polvo de botas…
Y no obstante todos las apocalipsis, hacia el final del libro el poeta mira al sol, entra en una clara eternidad y nos dice: En las noches de luna corto las hierbas con las que mi hija alimenta a su liebre.
Es el momento de volver sobre lo leído y topar con otro de sus felices encuentros consigo mismo: siendo un vagabundo fui tocado por iluminaciones altas. Y, sin duda, una de ellas es la hermosa fluidez con que la palabra nos invita a inclinarnos ante su Ayyavazhi.
Enero de 2018
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