por: Marilyn Bobes
Camuflado para mejor observar el mundo y con la ambición acaso imposible de rehacer los malos augurios de un planeta que se desmorona, Jesús Lara Sotelo se nos presenta como el agudo observador de nuestra contemporaneidad en su poemario ¨Trece cebras bajo la llovizna¨, escrito en 2015, en posesión de una plena madurez escritural.
Este volumen, de triste belleza, nos muestra a un Lara Sotelo universal, paseándose por un mundo acosado por el drama de los inmigrantes y eso que él enuncia como «los límites de la fe y la desilusión».
Según nos advierte en los exergos que anticipan la lectura, escoge el número trece, de malos augurios, como un recomenzar o un rehacer de todo lo que un viajero, amparado en la mimesis de la cebra, como alguien que pretende pasar desapercibido, encuentra a su paso por un viaje que no solo es desplazamiento sino también una búsqueda espacio-temporal dentro de sí mismo y lo que encuentra a su paso.
Los poemas son desgarradores. En ellos hay «neones y jardines imaginarios», soledad, racismo, la «pesada carga de las utopías» ante la omnipresencia de la televisión con sus banalidades y su sexo mercantilizado y corrupto.
El sujeto lírico contempla, y tal vez como un mecanismo de defensa, ironiza. Pero en realidad no sabe qué decir; por eso pinta «imágenes en lugar de respuestas». Y sus imágenes son crudas, especialmente cuando incursiona en un erotismo que no se resuelve en sutilezas sino más bien en una explicitación elocuente, propia de esos «sets» donde «los actores pornos metidos en sus angustias» venden «sus pedazos como juguetes vivientes».
Después están los contrastes. Los inmigrantes que cosechan sus fresas mientras son «torturados por verdugos» que las engullen «en los recesos que se toman entre una golpiza y otra». Al mismo tiempo están aquellos que hacen circular sus Ferrari en las «pavimentadas carreteras por donde ruedan».
Todo lo que el crítico y escritor Francisco López Sacha ha llamado «retrato del mundo actual» se conjuga en estos textos de infinita amargura donde no queda otra alternativa que preguntarse «qué es la esperanza».
Homofobia, discriminación racial, el espectáculo presidiendo las conquistas de un arte que, por momentos es auténtico, pero otras veces detestable, es sometido a esa disección casi quirúrgica donde la expresividad de las imágenes permite una identificación y una empatía con lo que nos está diciendo el autor, por muy elaborado que sea su lenguaje.
Sin embargo, en ¨Trece cebras…¨ predomina una claridad expositiva que no da margen a ciertos visos de hermetismo que una lectura superficial pudiera advertir en los poemas: siempre signados por sugerentes e inesperados finales que convocan a una participación activa, aun cuando el receptor solo conozca los referentes de una manera indirecta y no haya experimentado nunca, pongamos un ejemplo, el invierno sueco.
La opacidad que prevalece en este mundo artificial que muchas veces se compara, aunque de manera tangencial, con el de la Isla, se ilumina por momentos con el sonido de Los Beatles cantando Bésame mucho en el tejado de los estudios Apple, y con la presencia inesperada de un Wifredo Lam pintando en Cuba La jungla, veinte años antes de la irrupción del legendario grupo británico en esa especie de globalización avant la lettre de la que pudieran ser los precursores.
Queda entonces al poeta refugiarse en su infancia, en sus experiencias eróticas casi hiperrealistas, en el consuelo de que ese laberinto en el que se encuentra anclado siempre será desafiado por los hombres, por ese hilo invisible que Ariadna tiende en momentos de desesperación y de incredulidades.
Pocos poetas cubanos han sabido describir con tanta profundidad las características de este tercer milenio.
Si en su más reciente libro, ¨Irla¨, Jesús Lara Sotelo asume la condición del hombre insular trasmutando en palabras una identidad civilista y ajena a todo pintoresquismo banal, en ¨Trece cebras bajo la llovizna¨ se convierte en el hombre universal gracias a un cosmopolitismo que no lo deslumbra con sus apariencias desarrollistas, sino que lo convoca a un llamado, siempre en tonos de gran altura poética, a los peligros y miserias que se esconden bajo las lentejuelas del consumismo y la degradación.
Asombra la gran cantidad de asociaciones que, gracias a su vasta cultura, es capaz de realizar este autor. Ellas son las que operan como factor esencial en su poética y lo acercan, ya no desde el punto de vista estilístico sino conceptual, a un José Lezama Lima o un Alejo Carpentier.
No se trata de asociaciones surrealistas ni del manoseado ejemplo del paragua en la mesa de disección reunido con otros elementos insólitos, sino de relaciones que habría que buscar en metarrelatos artísticos, provengan de lo visual, del sicoanálisis o de experiencias vitales aparentemente alejadas y que, sorpresivamente, se condensan en la exposición de esta escritura.
Uno de los méritos formales de estos textos reside en su poder de síntesis, en la economía de medios y la limpieza. Se dice mucho con poco. El poema adquiere densidad por medio de la elipsis. Predomina lo que se sugiere. Porque como ya hemos dicho que el propio Lara expresa, él pinta «imágenes en lugar de respuestas».
Una búsqueda desesperada de la plenitud lo lleva a la creatividad. Y si comparte con el lector sus desgarramientos, siempre deja constancia de que se trata de una visión muy personal. Tal parece que no le interesara ser rechazado por el receptor.
La tropología es cruda y contundente, y las sentencias que siempre llegan intercaladas en los versos, cumplen la función de hacernos meditar. Todo sin moralejas ni didactismos, y mucho menos con consignas disimuladas.
¨Trece cebras bajo la llovizna¨ es un libro que nos acerca más al acontecer del mundo en que vivimos que cualquier medio de comunicación, bien sea de los que informan con cierta objetividad o de los que arteramente nos desinforman.
Y es que Lara Sotelo es un testimoniante desde su propia mirada. Sus fuentes no son las noticias que se leen en los periódicos o en las redes sociales, sino su experiencia vital.
En sus propuestas hay una rara interrelación entre pasado y presente. Como él mismo declara escribe en «los límites de la fe y la desilusión». Y es en esa delgada línea en que todos estamos viviendo donde se produce una empatía solo posible por las virtudes formales que otorgan a los contenidos esa infrecuente armonía entre significantes y significados.
Este libro reafirma, de manera inobjetable, el talento de un poeta a tener muy en cuenta cuando se hable de la actual lírica cubana.
La Habana, 22 de mayo de 2016