por: María Elena Llana
Si en los poemas de Jesús Lara alienta el alter ego indeclinable del pintor, en la prosa —poética por supuesto—, esa misma dualidad lo acompaña en su deambular por puntos disímiles del globo y de los sentimientos y le permite mostrar, tanto el fresco colorido de la vida como sus espacios sin luz. Basta asomarse a ese mundo para percibir un diálogo constante e infinito del hombre consigo mismo, la profunda conversación del poeta con el otro que siempre va con él.
Es curioso que esta especial prosa, cercana por su armonía a la cosmovisión del zen, se nos presente bajo la inquietante palabra alemana Lebensraum —espacio vital—, puesto que, más bien, lo que Jesús Lara nos sugiere es un acercamiento a su propio espacio existencial, plasmado en textos que integran análisis y valor literario. Pero más allá del significado del título, estamos ante un juego con los conceptos, un violento claroscuro para destacar, contra todas las tinieblas, la luz de un mundo factible para todos, donde cada espacio personal pueda expandirse sin lesionar otras vidas y otros sueños.
Ahora bien, ciñéndonos a la proposición ética y estética de esta prosa, es preciso señalar que no es solo análisis de sí mismo o de sí mismo frente al mundo o ante el mundo, lo que nos brinda el autor, sino un postulado poético consustancial, capaz de amalgamar las muchas facetas temáticas que enfoca el autor como pensamiento o como vivencia.
Por el transcurrir de esta lectura podemos rozar tanto la rudeza como el embeleso del amor y compartir las sensaciones del autor frente a los mentideros raciales o ante el hecho inesperado de ver caer la lluvia sobre dos «cadáveres sin nombre que yacen en el césped».
Justo lo tocante a la raza es un aspecto abordado con un inusual sustrato desenfadado e irónico. Aquí el autor nos dice que no tuvo otra alternativa que ser superior, «ingobernable como un país», y optó por conjurar viejos demonios y dolores… Sin renunciar al derecho de réplica.
Así pues, reconoce que su nariz es incapaz de sostener los espejuelos pero puede «olfatear una supernova apenas nace en el firmamento». O que «Elisa le teme a los hombres negros pero se acuesta conmigo dos o tres veces a la semana».
Y si se queja del ritual del miércoles en el edificio, del toque de tambores que lo satura, «quizás porque lo llevo hace varias generaciones en la sangre», es porque le impide concentrarse para pintar.
Un aspecto solo basado en sugerencias es su vínculo con el país. Para este filosofante viajero del mundo y del conocimiento, Cuba no es una ausencia ni un reclamo, ni el paraíso perdido o encontrado, ni tierra baldía, prometida o arrasada. Es, sin proclamarlo, el lugar reservado para su última, conmovedora, verdad: «sueño que me muero en La Habana».
Por supuesto, hay alusiones más generales: «La añoranza de un falso invierno ha sido aquí una manera de escapar». U otra generalización con nombre y apellidos: «Quizás los que nacimos en una isla llevamos siempre el mar en la cabeza».
Ambos postulados, raza y origen, se muestran diáfanos en un mismo enunciado: «Soy un pintor negro que ha aprendido a combinar colores en plena calle, en una esquina de Cayo Hueso».
Todo eso, el mar, el no invierno, el barrio emblemático, son referentes que nos identifican con el autor, como también sus reclamos por un «reordenamiento de los ideales» contra la violencia en todos los rincones del mundo, contra el hambre que engendra extravíos, por el fin de los sicópatas que fabrican leyes a su antojo y de los que malviven llevando la muerte a cuestas.
Es decir, que allí donde el asunto quema hondo, el autor, pese a su constante linde con la sonoridad lírica, revuelve entrañas, grita, apostrofa a falsos profetas, a salvadores adulterados, a los resentidos insaciables para quienes el encono «es una marca de fábrica». Y todo sin clichés, ajeno a cualquier lugar común. Otro valor del libro.
Dignas de destacarse son sus bien dosificadas referencias a autores y obras, pues ya se trate de figuras tan disímiles como Dante o Andy Warhol, sus citas o acotaciones se integran al texto con la precisión del caudal bien apropiado.
Si algunas de las reflexiones filosóficas que lo acompañan en su andar por nuestras calles o por lejanas plazas, Lara puede resumirlas en cuatro líneas, en otras se da todo el tiempo para argumentar y argumentarse, para bracear hacia el oxígeno, para proponer formas de contravenir los cánones más siniestros, de permitirse soñar con el triunfo de la esperanza.
Aparte de sus imágenes literarias con toques de azul cobalto o de amarillo dorado, de la justa devoción por Chagall, por Klee o por el infeliz holandés de los girasoles, Jesús Lara integra sus derroteros artísticos en una proposición única de inteligente sensibilidad.
Por sobre sus propias laceraciones y rebeldías, que bien pueden incluir a otros, «a millones de otros», su verso en prosa clama porque la perspectiva, lejos de desdibujar la utopía en la distancia, vaya más allá de los límites matemáticos y se apodere de la luz para mostrar lo mejor del ser humano en un eterno primer plano.
La Habana, mayo de 2016