por: Orlando Licea Díaz
De nuevo Lara nos sorprende con una manifestación de su ser. En este caso, nos regala una serie de doscientos nueve aforismos, lo que implica una invitación a penetrar en lo profundo de sus indagaciones espirituales. Y es que Lara es, como una vez se lo espeté directo al rostro, más que un artista, un obrero del espíritu. Y digo obrero y no alfarero, o iluminado, o gurú, o pensador, o soñador, porque él se empeña en construir para todos —y hasta para sí mismo—, una morada en la cual se pueda disfrutar la vida a partir de hechos tangibles, de ladrillos espirituales, y no de nubes, pensamientos, misterios o dobleces.
Da la impresión de que Lara siente la insensibilidad que le rodea —como tantos artistas— pero, a diferencia de otros, que siguen al pie de la letra el refrán «a palabras necias oídos sordos», que continúan por su camino peculiar, —por su parcela— haciendo caso omiso de la sordera ambiental, siempre que puedan subsistir y hasta existir a su costa. Lara, sin embargo, grita cada vez más alto, cambia el lenguaje, pinta, esculpe, canta, compone, retrata, se expresa en todos los tonos y lenguajes, hasta encontrar al menos una forma que llegue a los sentidos —aunque sea a un sentido— de los inmersos en la insensibilidad y el desatino.
Lara siente en lo profundo la contradicción, la estafa, la hipocresía, la falta de humanismo, la superficialidad, la banalidad, la fragmentación, en fin, la enajenación de la existencia de mucha gente. Y le duele, le pesa, le conmueve… le hace buscar, con afán impetuoso y difícil, un antídoto para los múltiples venenos que con gusto degustan los seres humanos de estos tiempos ¿De todos los tiempos?
Su pensar discursivo transcurre —como todo lo suyo— en andanadas, le tienen sin cuidado los estilos, las formas, las escuelas, los ritos, la mercadotecnia. Devora los protocolos, porque su afán no tiene frenos. Tiene prisa, porque sabe que el mundo necesita desesperadamente invertir en lo espiritual, so pena de quebrar definitivamente.
Al desgarrar los misterios, se desgarra él mismo, descubre en lo profundo del ser de cada uno las contradicciones propias de la enajenación inherente a las sociedades de clase. Y aunque no lo dice así, se intuye, se siente y se presiente. Las máscaras le son odiosas, esas, mientras más caras, más máscaras. Solo en la humildad —que no es lo mismo que en la pobreza— los seres humanos pueden encontrar remedio a su mortal enfermedad, que puede ser llamada por sus miles de diagnósticos, entre ellos… temor, envidia, ambición, lujuria, propiedad, frustración, violencia crimen e injusticia.
Se siente la soledad, la incomprensión y hasta el desespero. Sin ánimo de protección ni de terapia, Lara necesita hacer equipo, convertir su voz en coro, su clamor en truenos, su irreverencia en ley, su búsqueda en encuentro. Como él mismo nos confiesa:
¿Porque he de regodearme en los designios de mi corazón, si mis manos aún están sin cicatrices y la infidelidad con dolor me satisface?
Comienza a ser delito la espiritualidad, cuando solo se afirma al servicio de uno mismo.
Sabe Lara que lo perfecto es enemigo de lo posible, pero trata una y otra vez de hacer que lo posible sea cada vez mejor, aunque no llegue a la perfección, -que puede ser más dañina que útil-. Lo espiritual no es negación de la pasión, del ímpetu, del deseo, del goce ni del pecado, que vivir sin errar, sin buscar sin sufrir… y sobre todo sin perdonar, es más morir que vivir. Eso sí, hay que vivir, sufrir, errar y perdonar, tratando de que lo sutil se incorpore, cada vez con más intensidad a nuestra esencia.
¡Sigue Lara en tus búsquedas, pero no descuides la armadura!