por: Yanet González Portal
Sobrevivientes del incendio en la espesura, de los límites impuestos, de la metáfora mortal, Lina de Feria Barrio (Santiago de Cuba, 1945) y Jesús Lara Sotelo (La Habana, 1972) unen sus manos en un libro notorio tanto por la reunión de ambos, como por la claridad y acierto de sus poéticas.
Lina como una rosa, Jesús como un árbol. Ella, extraña, marchita. Él, incinerado en una noche de mucho frío. Ambos escriben con el asombro de quien descubre el mundo, o ha encontrado la luz en medio de la tiniebla. Cada uno introduce al otro, lo mezcla con el ardor de la palabra y con la serenidad de quien escucha atento.
Lina describe a Lara como un universo-isla, un artista mítico y singular: “Es óleo de vida, óleo de olor, exactitud de la belleza”. Tal parece que la poetisa cubana, reconocida con el Premio Nacional de Poesía Nicolás Guillén y a quien se le dedicara la 25 edición de la Feria Internacional del Libro, viviera una fascinación perenne ante la diversidad de la creación de Jesús y, más que eso, estuviera inconforme con el silencio con el que trascurre y crece la obra del joven artista: “El pintor atraviesa su historia y las etapas continúan desarrollándose de forma gradual. Pero siempre hacia la peripecia y el hallazgo: “todas las versiones son válidas. Negarlo es necio. Comprenderlo es la posibilidad de introducirnos en un verdadero arte”—advierte.
Pero Lina, ya no es Lina. Al introducirse en las ropas, o más bien en los pétalos de la extraña rosa, a veces enmarañados, pero tan tersos, escribe con la soltura de quien comprende, de quien descubre. Es en esos momentos en los que la poeta no puede separarse de los encuentros siempre a solas con la conciencia de quien aspira a una vida mejor. «Hay tantas cosas al revés en mi patria/ que saltaría para atrás/ la rayuela/ buscando el principio para recomenzar.»
En la espesura que ha de arder en la noche, Lina advierte la necesaria presencia de la palabra como un consuelo, como un respirar que en segundos se vuelve perentorio, pero dador de luz. Invita a reflexionar sobre el origen, sobre la primigenia de la extraña rosa que es el existir. “La extraña rosa es/un ademán de la tierra/esperanzando todo desierto y si padece el hombre/culminará el rocío cayendo/pétalo a pétalo/ en el ojo de la madre.”
En otras creaciones suyas como Los cristales que te hincan, Lina escribe sobre la rosa que no quiere ser, porque hay otros sucesos más importantes que la levedad de la flor. La escritora la destierra, por ejemplo, de los predios del propio arte pictórico, que es tan rico, tan audaz. “No queda espacio para la rosa/ y múltiples las pinturas/ permanecen estáticas/ en sus colgaduras/ hasta un momento/ en que el cuerpo interior/ de la galería/ se vuelve/ el movimiento mismo”.
Tanto en este poemario, como en su primero Casa que no existía, ganador del Premio David en el año 1967, Lina de Feria escribe con una limpidez, con un acierto que convida al lector a su espacio vital. Como lo afirma el prologuista de esta aventura literaria, el también poeta y narrador Alberto Marrero (La Habana 1956), Lina es creadora de una poética “con una vocación de universalidad que, sin embargo, no la aleja de sus circunstancias concretas. El afán confesional de sus poemas la emparenta con lo mejor de la lírica de nuestra lengua. Nada en ella desentona ni aun cuando describe situaciones extremas, muchas veces fruto de sus propias vivencias. Su arduo vivir subyace en sus textos con una dignidad a prueba de todo.”
Esta última aseveración del prologuista me parece cardinal cuando hablamos del poemario A dos manos. En todo el libro puede palparse el espinoso existir de ambos poetas, quienes han colocado al arte, a la palabra, por encima del dolor o las visiones de la derrota. Ambos comparten el deseo de mejorar, de encontrarse, de siquiera imaginar el significado de su obra y de su vida.
Cuando Lina escribe: «Devorado estoy/ por todo lo que me rodea/ devorado». Jesús Lara confiesa: «De noche siento que me cortan y no puedo gritar». Para ella son las situaciones extremas las necesarias, las que mejor puede explicarse, como puede ser el encierro: «conozco un emparedado /más allá del de Poe / que eternamente lanza aullidos/ sobre todo en las noches de lluvia / y nadie lo rescata / blindado como está /a cal y canto». Jesús sabe que la soledad es inevitable para Lina y para los que, como él, han puesto precio a su cabeza: «Todos estaban contra la guerra en Vietnam, / incluso contra la caza de leones que como yo/ ya somos una rareza en los manuales de los hombres».
Como lo ha venido haciendo en sus últimas producciones literarias, que alcanzan ya más de una veintena de libros, Jesús Lara describe, cuenta ciertas historias que lo mismo pueden provenir de su experiencia que otras vistas o aprendidas tanto en Cuba como fuera de ella. Por su lado Lina entra en la intimidad del poeta, levanta la piel de esos personajes que no tienen nombre. Más allá del estallido con el que Lara describe a los pastores que «llevan en la cabeza el silencio de las colinas», Lina pide «una llamarada de fuego/ que apacigüe la soledad del hombre». Es como si, veinte páginas después de sus escritos, llegara el pintor a dibujar lo que ella explica y viceversa.
Pero, antes de presentar sus versos, Jesús Lara dedica un aparte a Lina. No basta con incluir su poema Rojo tinto, dedicado a ella, donde le pregunta: «¿Cómo hacer para tener de nuevo / un árbol de cerezas sin que los años nos aplasten? / El alma no descansa sino lo ordena la memoria». Lara agradece a Lina su existencia. La mira lo mismo como a una madre, como a una hermana, como a una de las novias que hubiese querido, y a veces como una niña que prefiere adormecer entre algún verso. «En la obra de Lina están los átomos de Dios agrupando sus huesos —advierte el pintor—. (…) ella es triste pero jamás sumisa ni doblegable. En sus pupilas hay llanto contenido, pero no derrota. Así la pinté en un cuadro. Así la vislumbré mientras movía los pinceles sobre la tela ríspida que poco a poco fue iluminándose con su silueta».
Pero, qué unen a Jesús Lara y a Lina de Feria, preguntará el lector, y se pregunta el prologuista Alberto Marrero, quien escribe: “Me aventuro a decir que una serena connivencia frente al dolor y la soledad expresada en versos de una hondura poco frecuente en estos tiempos, pero también una mirada rebelde hacia la desidia existencial y un sentimiento insobornable por la salvación del Hombre en un mundo que se auto destruye y que merece otro destino”.
Recordemos que cuando Jesús Lara nació ya Lina había publicado Casa que no existía, y ya era reconocida por su voz poética singular dentro de la literatura cubana. Acaso sabe Marrero que cada cierto tiempo nacen personas únicas, inquietas, que no renuncian a su capacidad, a su genio creador, ni en las más atroces circunstancias. Una, el enclaustro y el dolor, el otro, la enfermedad, la omisión. Nada puede derribar a Lina de Feria y a Jesús Lara de sus lúcidas cabalgaduras del pensamiento y la palabra. Acaso fue una secreta complicidad la que hizo al destino y el tiempo juntar sus manos, hacerse amigos, apoyar las cabezas en sus hombros y escribir juntos un libro.
Para Jesús Lara la coincidencia es clara y necesaria: «ambos somos sobrevivientes de lo descomunal. No tenemos más que angustia, papeles y sangre para encarar nuestros monstruos (…)». Tanto en la poética de Lara como la de Lina no hay nada premeditado, a no ser la fe. Una fe y esperanzas sin comparaciones que otorgan firmeza y lucidez a sus obras. Como quijotes en el tiempo que existen en la cultura cubana, en el pensamiento universal. Tanto Lara como Lina necesitan del establecimiento de un diálogo entre los hombres, un entendimiento entre los conocidos y los desconocidos.
Ambos confían en la contemplación y la lectura como vías ideales para la salvación, el remedo de la condición humana, ese saltar nuevamente la rayuela, para engendrar el cambio. Allí es donde se unen ambos, en el aborrecimiento de lo vano, de lo que no cobra tiempo para sus agudas miradas. Como ella ha escrito en una valoración sobre el poemario Trece cebras bajo la llovizna, de Jesús Lara, “lo que no sea tremendamente importante, tremendamente aportante”.
A dos manos es, en la analogía de Lezama, una cantidad hechizada de dos poetas que, entre la serenidad y la frescura hasta la fuerza y el estallido de la palabra comprenden en un libro el argumento de sus existencias. Una deuda, una promesa, en fin, lo pendiente del uno con el otro. Lo que Jesús le entrega a Lina está aquí: él tiene el poder de convertirla en una extraña rosa, una transfiguración inesperada y bienvenida. Como quien sabe de su poder para influir, Jesús escribe: «Hay algo en mí que resulta extraordinario / y estoy obligado a desear que ese algo exista a cualquier precio».
En este libro que publica la Colección Sur de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, quedan ya unidos para la posteridad, la poética de Lina de Feria y el pintor Jesús Lara Sotelo. El pacto que han sellado en el compromiso con sus obras, es ahora un pacto común, «sin límites para la verdad o la intrepidez del pensamiento, como en una nueva gama de colores, o un destello en un lienzo infinito». Las manos del escultor, del ceramista, del dibujante, se unen a las serenas manos de la poeta, envueltas en la magia del verso, en sus siderales existencias.
YANET GONZÁLEZ PORTAL. Periodista. Ha publicado trabajos periodísticos en el semanario Trabajadores, en Cuba sí y en la emisora Radio Ciudad del Mar.